Pensando en Ingrid Betancourt

Hoy vivimos un triste aniversario: los seis años del secuestro de Ingrid Betancourt a manos de las FARC en Colombia.  A partir de la noche del  23 de febrero del 2002 la excandidata presidencial no volvió a dormir en su cama, con el aroma de sus propios recuerdos ni con sus sueños. La tranquilidad le fue arrebatada, su familia secuestrada (a pesar de ser ella quien perdió la libertad física)  y sus días arrancados (¿de qué otra manera podría vivirse una realidad así?)

Siento frustración y enojo por esta situación, por todas las Ingrids del mundo, por todas las personas que son obligadas a vivir una situación forzada en contra de su voluntad.  Ella representa un caso emblemático por las particularidades de su circunstancia, por el contexto del crimen (porque eso es un secuestro), por su notoria presencia mediática nacional e internacional, pero ¿qué sucede con los seres humanos, de carne y hueso, con historias, con amores, con familia, con sueños e ideales que permanecen en el anonimato y que también han sido secuestrados por la Farc en Colombia, por el Ejército de Resistencia del Señor en Uganda (niños todos), por las redes del tráfico de personas en distintas partes del mundo y que transitan por Costa Rica, por Tailandia, por los Emiratos Arabes?

¿Con qué derecho un ser humano es capaz de arrebatarle a otro ser humano la esperanza, las posibilidades, el futuro, el sueño, los pasos, el amor, la tranquilidad, la confianza? No puedo entender, y me resulta nauseabundo por decir lo menos, que exista una economía del secuestro. 

No encuentro una sola razón que justifique esto, una sola. Me parece un acto despreciable de seres que acuñan ese adjetivo en el alma.

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